RELATOS CORPORALES:
UNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA ESCULTURA DE AURORA CAÑERO
La narración o el impulso que el arte moderno demanda, en sus desarrollos no complacientes, nos encamina hacia el límite, justamente aquello que no puede ser soportado. El arte no es solo “promesa de felicidad (Stendbal), ni búsqueda de ese símbolo que habla siempre de eternidad, sino ingreso en la turbulencia del tiempo que no es otra cosa que fijeza momentánea. fuera del instante sólo hay prosa, en el tiempo vertical de un instante inmovilizado encuentra la poesía su dinamismo específico, cuando surge el desarrollo vertical en el tiempo de las formas y de los sujetos.
Desde el origen el hombre necesita expresarse plásticamente, representar el mundo para comprenderlo, crear para imitar la acción originaria. al final del seminario dedicado al amor, Lacan se encuentra literalmente enrollado con nudos de cuerda, la figura del nudo borroneo le conduce hacia la idea de la escritura como la huella que deja el lenguaje, un garabateo en el cual el saber acaba diciéndose en la forma del enigma: lo real es el misterio del cuerpo que habla, es el misterio del inconsciente. Lo que escribe o pinta, el gesto que rompe el pavoroso espacio en blanco, son las condiciones del goce, ese empuje hacia la profundidad que tan difícil resulta asumir. Pero de esa localización aquí y ahora: la definición del aura benjaminiana) surge lo que fascina, en la tierra fronteriza de lo sublime y aquello que produce el miedo, la desgarradura de lo sagrado y el impulso vital que desborda los límites. Nuestra cultura desgarrada se corresponde a un ser que es frontera: la verdad resplandece en lo simbólico. Las propuestas del primer sistema del idealismo alemán, su reclamar una mitología simbólica, resuenan como una memoria que resiste el naufragio.
El pensamiento occidental se ha mantenido con respecto al espacio en una situación que imposibilitaba su pensamiento por no ser reductible a las formas gramaticales; hay un enigma en el cuerpo de la escultura, esa forma que para Hegel era esencial en el clasicismo, con el que insistentemente dialoga Aurora Cañero, y, sin embargo, ajena a la articulación lingüística. En la escultura se consuma el cambio de tonalidad del pensar como proposición del fundamento, como fondo-y-abismo a partir de la esencia del juego o, mejor, de la materia rítmica. La escultura puede ser la marca de un espacio fronterizo, esa juntura simbólica que expone el anonadamiento de la palabra en el silencio, esa tensa presencia de lo numinoso o ese decir lo indecible: lo que resta es un temblor, un emblema del instante que está a punto de desvanecerse.
La preocupación por la estatuaria y el deseo de, por medio de ella, representar al hombre son vertebradores del trabajo de Aurora Cañero que ha sido capaz de modular sus planteamientos sin dejarse llevar por tendencias contextuales que o bien caen en un academicismo ramplón o se entregan, irreflexivamente a una búsqueda experimental que parece legitimado tan sólo por ser característica de una contemporaneidad dogmática. Javier Rubio Nomblot ha señalado que las esculturas de aurora Cañero encierran la tensión “entre lo que acaba de acontecer -un pasado apenas sugerido- y lo que va a suceder a continuación -hallazgo, movimiento y metamorfosis. Cada obra suya narra un acontecimiento decisivo, ese instante en el que el hombre que habita en el centro del universo llega a su momento de verdad”. Una tendencia narrativa singularmente sutil que hace que las piezas de Aurora Cañero definan un pequeño mundo en el que suceden cosas que están en el límite de lo fantástico o, por lo menos, desacostumbrado.
Recordemos las presencias de Hombre en el trampolín (1996) mirando fijamente hacia un horizonte del que no se revela nada, dotando a su sencillo gesto de una hondura metafísica o a esas figuras femeninas que en la misma tabla en vez de arrojarse al agua, juegan con una estrella o adoptan una actitud reflexiva, como si el tiempo del juego y la introspección permitieran escapar de la rutina cotidiana. También podemos recuperar al Lunático (1996), caminando sobre un círculo metálico como un símbolo que remite al Soñador (1996), ese hombre sentado al final de una escalera, mirando al cielo en una disposición opuesta a la del obstinado dirigir la mirada a la tierra de los melancólicos. Ensoñación y curiosidad son estados subjetivos que determinan las posiciones de las esculturas de aurora Cañero, desde la simpática obra Tacones para asomarse (1996), hasta esa alegoría del viaje detenido que es la serie de la Barca (1996), en la que una mujer aparece con la posición de la mano sobre los ojos para contemplar alguna realidad distante, mientras un pájaro se ha posado en su cabeza, o en otra pieza hace uso de un catalejo. En la estética de Aurora Cañero es especialmente significativo el uso del pedestal como parte retórica de la obra: escalera, círculos, trampolines, barcas apoyadas sobre remos, formas rectangulares sobre las que las figuras se mantienen en pie.
Aloïs Riegl, en 1903, señalaba que el monumento rememorativo tenía y tiene la necesidad de claridad, de evidenciar aquello de lo que habla, al mismo tiempo que mantiene un vínculo con lo que denominamos como actualidad; frente al valor de la antigüedad que valora el pasado exclusivamente por sí mismo, el valor histórico ya había mostrado la tendencia a entresacar del pasado un momento de la historia evolutiva y a presentarlo ante nuestra vista con tanta claridad como si perteneciera al presente: “el valor rememorativo intencionado tiene desde el principio, esto es, desde que se erige el monumento, el firme propósito de, en cierto modo, no permitir que ese momento se convierta nunca en pasado, de que se mantenga siempre presente y vivo en la conciencia de la posteridad. Esta tercera categoría de valores rememorativos constituye, pues, un claro tránsito hacia los valores de contemporaneidad”. La propuesta de Riegl obliga a la escultura a definirse como obra cerrada, moderna e integrada en la memoria colectiva, dicho en sus propios términos. la tensión entre valores instrumentales, criterios artístico y el principio de novedad. La poética de Aurora Cañero intenta recuperar esa dimensión de lo monumental, con la conciencia de que el relato colectivo está completamente desmontado, sin por ello establecer una escala impositiva. Lo que presenta no son por supuesto recuerdos de acontecimientos heroicos, sino disposiciones corporales que tienen algo de ficción: monumentos a formas imaginarias de la subjetividad.
Una de las cuestiones sobre las que giran las obras actuales es la de la desnudez, como puede apreciarse en la magnífica escultura titulada Vestido de luna (1999), en la que se revela el carácter de artificio cultural de nuestras indumentarias, o en Odisea (2000), donde una mujer levanta una esfera como si estuviera asumiendo el peso del mundo. Otra preocupación plástica es la que intenta mostrar la relación de la pareja, desnudos sobre dos círculos (Deslizarse II), sentados o tumbados sobre una barca (en las piezas de la serie Navegando juntos); el hombre y la mujer están cercanos, pero en el fondo, muy distantes, la ternura que los mantiene en contacto es algo precario, de momento habitan en el silencio, reconocen el exilio de amor. La desnudez puede ser, como advirtiera Bataille, un “estado de comunicación” un despojamiento en lo que lo único que ofrece fundamento es lo esencial.
La curiosidad, como en el Asno de oro de Apuleyo, puede llevar a la perdición, si unos usan el catalejo para soñar con las estrellas o reflexionar sobre los cuerpos celestes, mientras sus vestidos parecen formados por cráteres, en otros casos un hombre lleva a la mujer “vigilada”, paranoicamente, por medio de ese dispositivo óptico que propiamente les une. Aurora Cañero ha completado sus metáforas del deseo con una serie sobre el beso en la que dota a ese momento de superación del miedo al contacto de una extrañeza que reinstalar la separación corporal: las lenguas pueden ser cuchillos o estar cubiertas de elementos punzantes. Sin duda, en el placer aparece tanto un atisbo de amargura, cuanto una conciencia del dolor como destino del hombre. La tarea de esta escultora es encarnar, en sus rigurosas obras, el misterio, dar un cauce expresivo a las emociones, con una mezcla de extrañeza y fino sentido del humor. La identidad permanece como un enigma, incluso cuando no tenemos otra protección que la piel, el relato subjetivo continua manifestando su hondura: la mirada curiosa conoce los abismos de la pasión y, por ello, necesita evitar la caída sujetándose a esas ramificaciones que llamamos relatos, que no solo están construidos con palabras sino con huellas, objetos o figuras fascinantes.